Cuando nos acercamos a la Historia con respeto y sin perversas pretensiones, siguiendo a Cicerón, puede llegar a ser “maestra de la verdad, testigo del pasado, aviso del presente y advertencia del porvenir”. Con este anhelo, pretendo repasar, de la mano de historiadores honestos, la dramática historia de los omeyas cordobeses, sacudiéndola, en la medida de lo posible, de todas las adherencias y adornos empalagosos, tanto de interés localista, como de las manipulaciones del presente, de aquellos que, después de menospreciarlos durante siglos, ahora los quieren utilizar para mayor gloria de la cultura musulmana y sólo musulmana. Aquellos ameyas del estandarte blanco, considerados siempre por los integristas puros como corrompidos, malos musulmanes, que vivieron cercados por el norte cristiano para ser, finalmente, exterminados por sus hermanos fanáticos del sur, los del estandarte negro. En el fondo, resulta una paradójica y triste historia, nada inoportuna ahora, a pesar del tiempo transcurrido, en esta revuelta época de alianzas y choques de civilizaciones. Este es el recorrido de la historia de una refundida dinastía cordobesa, que comienza en Almuñecar un 14 de agosto del año 755, con Abd al-Rahman I, primer emir independiente –conviene recalcar que los Omeyas siempre fueron independiente- de al-Andalus, y termina en el año 1009, con Hisham II, el último califa independiente de la estirpe, pero títere de Almanzor.
Abd al-Rahman ibn Mauwiya, hijo de un príncipe omeya, nieto del califa Hisham II, criado en un palacio en el desierto de Siria, a los diecinueve años fue el único superviviente del riguroso exterminio de su familia por parte de los abbasíes. Los abbasíes, enemigos de los omeyas sirios, que usaban estandartes negros como los turbantes de los taliban de nuestro tercer milenio, invocaban la venida de un nuevo califa que restauraría la pureza del Islam, corrompida por la "arbitrariedad y las viciosas costumbres de los omeyas". Reproche que siempre iba a acompañar la historia de los omeyas cordobeses en muchos ámbitos del mundo islámico de entonces, incluso en ciertos ambientes intelectuales de nuestros días, del mismo modo que Boabdil, el último rey de Granada, es considerado un traidor. Sin embargo, esta condición de impuros y traidores no es óbice para que, ahora, constituyan un recurso útil para resaltar la importancia de la cultura musulmana en todo el mundo.
Ese fanatismo enfermizo por alcanzar la pureza religiosa, que produjo la persecución y aniquilación de los Omeyas sirios, y tres siglos más tarde la de los Omeyas cordobeses, se mantiene incólume a través de los tiempos y constituye uno de los argumentos justificadores del terrorismo islámico también en nuestros días. Ayman Al-Zawari es, además de médico egipcio en ejercicio, el gran ideólogo del movimiento terrorista actual. En sus escritos proclamó la Guerra Santa -la Yihad- contra los malos musulmanes y Occidente. Frente a los que argumentan que la causa del terrorismo que sufrimos está en las humillaciones del pueblo árabe, repasando la historia se puede comprobar que la Yihad, la guerra santa en concepto genuino, no tiene fin, es inacabable.
Pero volviendo a nuestra historia, el objetivo del nuevo califa abbasí, Abul Abbas, era acabar con toda la estirpe omeya, para lo que se valió de todo tipo de artimañas. Dictó una amnistía para los omeyas supervivientes, y para hacerlos salir de sus escondites los invitó a una falsa celebración de reconciliación que se celebró en Palestina. Unos setenta omeyas respondieron confiadamente a la pérfida invitación. Cuando estaban disfrutando del recital de un poeta cortesano, encargado de exaltar las virtudes de sus anfitriones y nuevos amos, los abbasíes, con el último verso como señal, comenzó la ejecución de todos los omeyas, de la que no quedó ninguno de los presente vivo. Después, como colofón, el primer califa Abul Abbas mandó abrir, en Damasco, las tumbas de los antiguos califas omeyas para profanarlas –práctica que pervive a través de los siglos-. Pero el azar quiso que, entre los presentes en la falsa celebración, no estuviera nuestro futuro Abd al-Rahman I, ni algunos otros miembros próximos de su familia y, especialmente, su fiel liberto Badr, importante apoyo en la aventura del futuro califa cordobés. Viven escondidos, continuamente vigilados por sus enemigos, que han descubierto que aun quedan vivos algunos omeyas por lo que desean ardientemente rematar el proyecto de exterminio. Por todos sitios hay guerreros a sueldo, persiguiéndolos. Durante cinco largos años la vida de Abd al-Rahman sólo tiene como objetivo huir de sus enemigos.
Pero los sicarios de los abbasíes van descubriendo, sucesivamente, los escondites de los últimos omeyas sirios. El azar parece que ha hecho un pacto protector exclusivo con Abd al-Rahman, aunque no así con el resto de su familia, de modo que, en cada ocasión que es descubierto, consigue escabullirse. Abd al-Rahman va viendo como su única familia, la que le acompañaban en la huida, van cayendo degollados por los banderas negras. Al final, sólo le queda la compañía de su fiel liberto Badr. El viaje de Abd al-Rahman, que entonces tiene veinte años, desde su tierra hasta al-Andalus, nunca estuvo seguro de continuar vivo al día siguiente. Abd al-Rahman, que al principio huye sin rumbo hacia el este, cruza el Eúfrates para luego volver sobre sus pasos y caminar hacia el oeste, hasta llegar al norte de África, concretamente a la provincia de Ifriquiya, cuyo gobernador Ibn Habib no había aún reconocido la legitimidad del nuevo califa abbasí. Pero poco después la actitud del gobernador cambia y decide matar a Abd al-Rahman, por lo que de nuevo tiene que emprender la huida. Busca refugio entre las tribus beréberes que, como siempre, no rinden sumisión al poder de nadie. Es en una tribu situada cerca de Ceuta, llamada Nafza, donde Abd al-Rahman encuentra acogida momentánea.
Abd al-Rahman sabía que, desde hacia más de cuarenta años, los árabes estaban afincados en al-Andalus, a la otra orilla de donde se encontraba. Y también sabía que allí había muchos clientes sirios de la familia omeya. Como siempre los árabes no respetan más leyes que las del parentesco y la clientela. Por eso en al-Andalus, desde la invasión en 711, los árabes guerreaban entre sí, contra los beréberes o contra los yemeníes. Precisamente, por aquellos días eran los qaisíes los que gobernaban, estando como gobernador (wali) Yusuf al-Fihrí. Y precisamente en junio de 754, el jefe de los clientes omeyas Ubayd Allah ibn Utman recibió la visita de Badr, el fiel liberto de Abd al-Rahman, portando una carta de éste, en la que le informaba de su situación y de sus propósitos de desplazarse al otro lado del estrecho. Abd al-Rahman tardó más de un año en conocer el resultado de aquella importante embajada encomendada al fiel Badr, quién, a su vuelta, le trajo muy buenas noticias de al-Andalus: los clientes omeyas y los yemeníes estaban dispuestos a luchar por su causa. El 14 de agosto del año 755, fecha del desembarco de Abd al-Rahman en la playa de Almuñecar, es también el comienzo de la historia de una estirpe nueva, la de los omeyas cordobeses, la de los creadores del sentido de estado por encima de la religión que, desgraciadamente, no sobrevivió a la invasión integrista norteafricana.
Por aquella época Abd al-Rahman habría cumplido veintiséis años y tenía por delante el desafío de afianzar el poder omeya en al-Andalus, no sólo frente a los cristianos del norte, sino incluso frente a los mismos árabes y las tribus beréberes, reciente y superficialmente islamizadas. Por eso Abd al-Rahman reclutó un ejercito de 40.000 mercenarios extranjeros -fundamentalmente europeos por razones de desconfianza-. De la mano de Abd al-Rahman I, el de la bandera blanca, la Corduba romano-visigoda se transforma en la Qurtuba omeya. Se hace proclamar primer emir independiente. Esto significa que es el fundador de una dinastía rebelde frente al resto del Islam. Esa Qurtuba de los omeyas que prosperó, no sólo a pesar de los enemigos del norte, sino también frente a los enemigos que llegaban por el estrecho y que luego fueron los que definitivamente destruyeron el estado califal y su más emblemático símbolo, Madinat al-Zahra.
A lo largo de casi trescientos años, los omeyas cordobeses, siempre independientes, tanto cuando se declaraban emires como cuando se autoproclaman califas, no dejaron de estar vigilados debido a sus comportamientos “irreverentes”. El vino, prohibido por el Corán, no faltaba en las mesas de Qurtuba. En el arrabal de Sequnda, al otro lado del puente romano cordobés -la intencionadamente ahora olvidada Córdoba también romana-, reconstruido por los omeyas, hubo una famosa bodega regentada por taberneros mozárabes. De al-Hakam I decían que era tan dado a la bebida que los integristas le gritaban "borracho vete a rezar". Sin caer en la idealizadas y empalagosas descripciones de convivencia permanente de las “tres culturas”, quizá sea oportuno citar aquí que, en la época omeya, los mozárabes dispusieron, además de obispos, en ocasiones muy influyentes, de libertad para celebrar procesiones, entierros, hacer sonar las campanas de sus iglesias que eran seis: San Acisclo, San Zoilo, Los Tres Santos, San Cipriano, San Ginés Mártir y Santa Eulalia. Otro dato significativo es que, bajo los omeyas, sólo los teólogos estaban obligados a llevar turbante.
Sin caer en exageraciones sospechosas, no se puede negar que en la época omeya hubo muchas etapas –no siempre- con un ambiento de apertura y tolerancia, lo que propició la existencia de sabios y estudiosos en diferentes campos de saber y del arte. Hay que referirse no sólo a los conocidos Averroes y Maimónides, fruto tardío de ese ambiente, que luego sufrieron el castigo de la intransigencia, lo que les llevó, a los dos, a morir en el destierro. Existe una larga lista de geógrafos, matemáticos, cirujanos, enciclopedistas, poetas, etc. Por ejemplo, el caso de un médico de la judería de Qurtuba que hablaba todos los idiomas conocidos. Se decía que había inventado una sustancia que curaba todas las enfermedades. Una especie de bálsamo de Fierabrás conocido como Triaca, que contenía sesenta y una sustancias. Ese médico es conocido en nuestro tiempo con el nombre de Hasday ibn Shaprut, quien dirigió el tratamiento de adelgazamiento del rey Sancho I de Castilla.
Aunque quizá los datos estén algo exagerados, se dice que en la Qurtuba omeya se publicaban anualmente unos sesenta mil libros. Que había un barrio en el que casi 200 mujeres estaban consagradas, exclusivamente, a copiar manuscritos. En este ambiente, el Corán no era excluyente frente a las más variadas obras, bien fueran de los griegos, los tratados de astrología, de medicina, los venerados libros de Aristóteles - conocido como Aristú --, los manuales de gramática, de teología, de adivinación, las grandes enciclopedias como la conocida como Collar Único, escrita por el polígrafo cordobés Ibn Abd Rabbihi, después de dedicarle veinte años de su vida. Al-Hakam II, el hijo de Abd al-Rahman III, llegó a ser considerado, por muchos, como el señor de los libros. Durante su reinado fundó veinticinco escuelas públicas y favoreció a los mayores sabios de su tiempo. No había ningún saber que no le importara. Para al-Hakam no había frontera entre las ciencias. Lèvi Provençal, una de las más importantes fuentes de conocimiento de la España musulmana, sentía una gran admiración por este califa mecenas de las letras y las artes.
La biblioteca de al-Hakam II, se dice que compuesta por cuatrocientos mil volúmenes, cuya administración no era menos complicada que cualquier otro órgano del estado cordobés, contaba con un catálogo que ocupaba cuarenta y cuatro cuadernos de cincuenta folios cada uno. En una ocasión que se decidió cambiar de sitio la biblioteca, duró seis meses la mudanza. Pero el destino de la biblioteca de al-Hakam II y el de casi todas las de Córdoba, fue tan cruel como el de Madinat al-Zahra: el fuego y la destrucción de la intolerancia. Tan sólo un libro de aquella extensa biblioteca ha llegado a nuestros días y lo encontró el citado Lèvi Provençal en 1938 en una biblioteca de Fez. Durante la dictadura de Almanzor, y para congraciarse con el peligroso fanatismo de los alfaquíes, ordenó que la biblioteca fuera expurgada de todos los libros sospechosos de herejía. Miles de volúmenes fueron arrojados a los patios del alcázar y ardieron en hogueras. El fuego ya nunca se detuvo, durante la guerra civil en la que se hundió el califato, a principio del segundo milenio. Cinco siglos después, ya concluida la conquista de Granada, se repite la escena, esta vez del lado de la intransigencia cristiana. El cardenal Cisneros hizo otra gran hoguera pública con millares de libros. Por un lado y por otro, los alfaquíes y los inquisidores coincidían en que su enemigo común eran los libros.
Al principio del segundo milenio, los andalusíes tenían la impresión de vivir en un país próspero y privilegiado, aunque eran conscientes de que estaban entre dos mundos cada vez más hostiles. En el año 1009 ocurrió algo inesperado. Hisham II, el califa pelele, el escondido, manipulado hasta lo indecible por el dictador Almanzor, nombraba descendiente suyo, no a un príncipe omeya andaluz, sino al hijo del ya desaparecido dictador, el impío, cruel y borracho Sanchol. Continuamente llegaban a Qurtuba, desde el norte de África, tribus enteras de beréberes para enrolarse en sus ejércitos. Los cordobeses los consideraban como bárbaros y les tenían miedo, porque eran cada vez más numerosos en las calles de la ciudad y casi nunca se castigaban sus abusos. Qurtuba se hunde de pronto, presa de una especie de castigo bíblico. En sólo cuatro años, la mayor ciudad de occidente, de su época, es derribada. Inundaciones, hambre, peste, incendios, exterminio metódico, guerreros africanos cabalgando por sus callejones con sables ensangrentados, palacios devastados por multitud de rapaces, bibliotecas ardiendo, entre risas de los fanáticos de la ignorancia y de la secta intransigente.
Tres años dura el asedio de los beréberes. Arrasaron las huertas, talaron árboles, pusieron sitio a Madinat al-Zahra, tomándola por asalto al cabo de tres días. Degollaron a todo el mundo, por impíos. Cazaron los animales exóticos que vivían en los jardines del parque zoológico. Arrancaron las perlas y las piedras preciosas incrustadas en las paredes y en los capiteles del palacio. Los campesinos abandonaron sus aldeas y buscaban refugio en las murallas de Qurtuba que suponían inexpugnable. Y para colmo, el Guadalquivir de los omeyas - el Betis de los romanos - se desbordó inundando miles de casas de los arrabales, y provocando casi tantas muertes como la peste o el hambre que siguió. El 19 de abril del año 1013, los hombres y mujeres de Qurtuba, pensaban que había llegado el fin del mundo. Aquellos enardecidos guerreros tan “purificadores” como algunos que vemos en la prensa y telediarios de nuestros días, como un ejercito de ángeles exterminadores, se derraman por la ciudad, lanzando feroces gritos, agitando los sables sobre las cabezas de los pobladores de la ciudad. Los cordobeses morían igual que animales hacinados en el corral de un matadero. Dos meses dura este increíble horror. A principio del verano de aquel fatídico año de 1013, entró en Córdoba el califa de los beréberes, Suleyman, convertido en señor de una capital deshabitada, llena sólo cadáveres y escombros. Madinat al-Zahra, la ciudad de la soberbia, la ciudad del estado el más moderno de su entorno, su hunde como la torre de Babel, como las Torres Gemelas de hoy. Según los puros, se lo tenía merecido, por su altivo desafío. Medina al-Zahra, el palacio de gobierno donde los omeyas desarrollaron un inusual sentido de estado centralizado dentro de la cultura árabe, que fue construida en diez años y asolada, para siempre, al cabo de cincuenta días-. Fueron los musulmanes puros del desierto de Arabia, los taliban de hoy, los que dictaminaron que la construcción de ese altivo edificio era un acto de soberbia desagradable a Dios.
El fin de la estirpe omeya es también el fin de Qurtuba. Como dice el profesor Vidal (UCO), el califato y la dinastía omeya se precipitaron al vacío desde la cumbre más alta tras casi tres siglos de esplendor. Desde la abolición del califato en 1031, hasta la conquista de la ciudad por las tropas cristianas en 1236, Córdoba estuvo más de dos siglos empobrecida, humillada, abandonada por todos. Esto debe haber influido en el carácter de la ciudad, "lejana y sola". Su papel frente a las ciudades hermanas de la actual Andalucía está muy lejos de ser la que fue. Quizá ahora se la quiere “rehabilitar”, ignorando sus raíces romanas y a su fundador Cludio Marcelo, recreando un mitológico nuevo califato que una a toda el orbe musulmana. Es de suponer que los cordobeses tendrán algo que decir. No es posible que olviden, sin más, lo que constituyen las cuatro columnas de Córdoba: Séneca, Osio, Averroes y Maimónides (“Las cuatro columnas de Córdoba, Julio Merino, Real Academia de Córdoba 1977).
Después de esta catástrofe mas arriba descrita, al-Andalus y su estado cordobés se desmembraron en fugaces reinos de taifas que nacieron de los despojos del califato. A partir de entonces, y durante 461 años -bastante más que los 276 años del gobierno omeya- fue el continuo derrumbe de la presencia musulmana en la Península, como con anterioridad lo había sido la presencia romana y cristiana en el norte de África, hasta desaparecer totalmente.
Y para terminar, un poco de poesía y mito que alivie el drama descrito, inspirada en el bellísimo libro de Antonio Muñoz Molina Córdoba de los omeyas (Planeta, Barcelona 1991). Después de la caída del califato, durante años, quedó vagando por el mundo, el fantasma resucitado de Hisham II: como aguador en Almería, como esterero en Calatrava, como peregrino en La Meca, donde ejerció como alfarero, en Jerusalén vivió de la limosna, donde algunos señalan su muerte, y otros lo vieron de vuelta a la tierra que lo vio nacer donde imaginan verlo otra vez como califa –debe ser la fantasmal esperanza del actual movimiento de restauración califal-. Es el califa escondido en vida por Almanzor, que luego se resiste a desaparecer, según podemos comprobar por las noticias de los medios, impulsado por destacados personajes de la política de nuestros días.
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