El arte de tener razón, sin tenerla
El libro que me propongo glosar, como ya he manifestado en la primera parte de este trabajo, Dialéctica Erística (en adelante DE) lo escribió Schopenhauer (en adelante Sch) entre los años 1830-31 cuando tenía 42 años de edad. El libro, además de desacreditar a la dialéctica como arte de pretender tener razón sin tenerla, entra en conflicto con numerosos colegas filósofos, contiene la recopilación de 38 estratagemas o ardides. En definitiva, trucos dialécticos, que son desleales, engañosos, utilizados en las discusiones, cuando uno de los contrincantes desea que prevalezcan sus tesis y opiniones propias sobre las del adversario, aun sabiendo que estas son absurdas. Por tanto, se utilizan para tener razón a toda costa, cueste lo que cueste, sea lícito o ilícito.
La maldad, la improbidad innata que caracteriza al género humano, es el fundamento que descansa en el hecho de que dos o más personas utilicen argumentos capciosos o desleales en las discusiones, puesto que, ninguna de ellas, será capaz de discutir por mor de de la verdad y ceder la razón al adversario, cuando la tenga.
Orgullo personal, tozudez, prepotencia, características esenciales del género humano, que ocasionan verdaderas batallas campales en las que, frecuentemente, no es la verdad la que cuenta, sino la prevalencia y el señorío personales
La DE en el fondo toca temas relacionados con la lógica y el funcionamiento de la mente humana. Hegel explicaba su dialéctica como algo que no tenía nada que ver, en absoluto, con la dialéctica clásica y que según Sch se basaba en absurdos que no contenían base real alguna. Contra esa dialéctica hegeliana se iría afianzando en la mente de Sch una visión de la Dialéctica en un sentido mucho más aristotélico. Kant y Aristóteles, mucho más realistas que Platón, supieron desenmascarar el verdadero espíritu de la Dialéctica, considerándola como un arte de la apariencia.
Sch redujo la Dialéctica a una mera técnica estratégica de supervivencia intelectual, por la que la verdad no era ya un objetivo final, sino una más de las apariencias y engaños utilizados para destruir los argumentos del oponente.
La obra de Sch que estoy comentado está muy acorde con el elitismo del que siempre hizo gala este autor. Hay que recordar que su discípulo más directo fue Friedrich Nietzsche.
Sch manifiesta que su escritor predilecto es el filósofo Gracián, del que dice que ha leído todas sus obras, entre las que destaca El Criticón que considera “el libro más maravilloso del mundo”.
Sch no busca ampliar una metafísica fundada, más o menos rigurosamente, en principios abstractos, sino una sabiduría de la vida, aguijoneada por la discordancia. En el marco de esta idea se sitúa el tratado de Sch sobre la erística o el arte de tener razón, en el sentido de sabiduría de la vida, lo que refleja la indudable influencia del arte y prudencia de Gracián. Es decir Sch pertenece a este grupo de filósofos que se apasionan por la mundología o por la filosofía mundana. Es decir, filosofía de carácter práctico, no especulativa.
Como Gracián, Sch supo llegar con sus escritos, también, al hombre común. El pragmatismo triunfaba tras tanta bufonada. Sch llegó a ser el filósofo más famoso de finales del siglo XIX. Hegel y los idealistas habían sido olvidados hace ya tiempo.
Las astucias, ardides y bajezas a las que se recurre, con el propósito de tener razón, son tantas y variadas, y se repiten con tanta regularidad, que permitieron a Sch hacer una interesante recopilación de 38 estratagemas que figuran en el libro comentado sobre el que se centran los comentarios y opiniones de este trabajo.
El propósito de la DE, según Sch, no es el de que alguien tenga razón objetiva en un asunto, sino el de que al final de la discusión se la otorgue, ya sea bien porque efectivamente la tiene, o bien porque haya sido muy hábil en su defensa y la haya obtenido sin tenerla.
Sería un error entender el tratado de DE como un manual de discusión. Más bien se la considera como una pequeña guía para desenmascarar las argucias y las falacias argumentativas de quienes discuten con nosotros, o de aquellos a quienes observamos en discusión con otros.
Lo que pretende demostrar Sch es que la DE es el arte de discutir para tener razón tanto lícita como ilícitamente. Los antiguos usaron tanto la Lógica como la Dialéctica como sinónimos. Aristóteles colocó juntas a la retórica y a la dialéctica, cuyo propósito es la persuasión. Aristóteles distingue, primero, la lógica o analítica como la teoría o la instrucción para obtener los silogismos verdaderos, y en segundo lugar a la Dialéctica como la instrucción para obtener los silogismos probables, los que corrientemente se tienen por verdaderos.
Todo el mundo tiene su propia dialéctica natural. También tiene su propia lógica innata. Una persona, corrientemente, no muestra carencia de lógica natural, en cambio sí falta de dialéctica. Esta última es un don natural desigualmente repartido.
Hay, pues, una serie de estrategias, que al ser independientes del hecho de que se tenga razón objetiva, pueden ser utilizadas también, cuando objetivamente no se tiene razón. Por tanto, lo que pretende Sch es diferenciar la Dialéctica de la lógica, mucho más sutilmente de cómo lo hizo Aristóteles, es decir, dejar a la lógica como referida a la verdad objetiva, y dejar a la Dialéctica como al arte de tener razón.
Para definir concisamente qué es la dialéctica habrá de considerársela despreocupándose definitivamente de la verdad objetiva, que es asunto de la lógica. La Dialéctica como tal debe enseñar únicamente cómo podemos defendernos contra ataque de cualquier tipo, especialmente contra los desleales y evidentemente como podemos atacar lo que el otro expone, sin contradecirnos y lo más importante, sin que seamos refutados.
Por eso, en la Dialéctica hay que dejar a un lado la verdad objetiva y considerarla como algo accidental y simplemente no ocuparse más que de cómo defender las afirmaciones propias y cómo invalidar las del otro.
Con frecuencia uno mismo no sabe si tiene razón o no. A veces cree tenerla y se equivoca. La función de la Dialéctica es la misma que la del maestro de esgrima que no repara en de quién es la razón en la riña que condujo al duelo. Atacar y parar es lo único que cuenta, como en la Dialéctica, que es una esgrima intelectual. Si nuestro objetivo es mostrar la validez de proposiciones falsas, no tendremos más que pura sofística. Por tanto una acertada definición de lo que es la dialéctica sería que es una esgrima intelectual para tener razón en las discusiones.
Lo esencial de toda discusión es saber lo qué sucede. Si un adversario nos ha propuesto una tesis, para refutarla existen dos modos y dos vías. Los modos son los siguientes: ad rem, con referencia a la cosa, y ad hominem, con referencia a la persona con la que se discute. En cuanto a las vías, son también dos: refutación directa y refutación indirecta. La directa muestra que la tesis no es verdadera. La indirecta que no puede ser verdad.
Protágoras fue el que dijo que el dominio de la palabra permite poder convertir en sólidos y fuertes los argumentos más débiles. Gorgias decía que con las palabras se puede envenenar y embelesar. El arte de la persuasión no está al servicio de la verdad, sino de los intereses del que habla. Antes de Platón ya, llamaban a este arte “conducción de almas”. Posteriormente incluso Platón fue más duro y lo definió como “captura de almas”.
En toda discusión o argumentación, en general, hay que estar de acuerdo, a modo de principio, en algo sobre lo cual podamos coincidir al juzgar el asunto en cuestión. Es decir, con quien niega los principios no puede discutirse (contra negatem principia non est disputandum). O dicho de otro modo, una persona docta en una materia, debe de abstenerse de discutir con quienes no lo sean, pues no puede utilizar contra estos sus mejores argumentos, que carecerán de validez ante la falta de conocimientos de sus oponentes. Sobre esta cuestión Goethe decía:
• “Nunca, incauto, te dejes arrastrar a discusiones; que el sabio que discute con ignaros expónese a perder también su norte.”
Y peor aún, si al adversario le falta ingenio o inteligencia, se sentirá enseguida herido en su parte más sensible y quien discuta con él notará enseguida que ya no lo hace contra su intelecto, sino contra lo radical del ser humano. De ahí que su mente no se ocupe de otra cosa más que de las astucias, ardides y toda clase de engaños hasta que, agotado, acabe por recurrir a la grosería.
Así pues, y para terminar, la segunda regla que podemos sacar para nuestro beneficio de estas reflexiones es, que no se debe discutir con personas de inteligencia limitada. Las astucias, ardides y bajezas a las que se recurre con el propósito de tener razón son tantas y tan variadas, que todo lo que saquemos de una discusión -que no conversión- de este género sea un terrible dolor de cabeza, malestar y subida de tensión.
Para opiniones libres de actualidad económica, política, social, histórica, científica, artística, literaria..
jueves, 28 de enero de 2010
martes, 26 de enero de 2010
Dialéctica, amiga o enemiga de la verdad. (III)
La palabra razonada: logos
Aristóteles, en su obra la Retórica, decía que para poder persuadir al escuchante, nuestro alegato podría recurrir a tres cosas: el logos, el ethos y el pathos. O dicho de otro modo, recurriendo a la palabra razonada, a la confianza y a las emociones.
Lo más simple que se puede decir de la palabra es que es un sonido o conjunto de sonidos articulados que expresan una idea (DRAE). Baste con reflexionar un poco sobre esta sobria definición para darnos cuenta del poder de la palabra. ¿Quién no se ha visto en la tesitura de redactar un telegrama o mensaje electrónico comprometido, para darse cuenta de la dificultad de encontrar la palabra adecuada? Con frecuencia descubrimos que el límite de nuestras ideas lo marcan nuestras palabras.
No hay nada que no se haya dicho ya sobre la palabra. Las palabras son símbolos de las cosas del mundo, por lo que a cada palabra le corresponde un significado. Cada vez que digo o utilizo una palabra pongo en juego tres cosas: su expresión, el concepto con el que la asocio, de significado constante, y la cosa a la que se refiere, que pueden ser muchas, aunque dentro de un ámbito referencial reconocible en la propiedad que comparten. O sea, el significado es la idea real que evocan las palabras. Recordado todo lo anterior, se comprende que Lewis Carroll dijera en cierta ocasión: “No hay mayor despotismo irrespetuoso, pretendidamente ilustrado, que el que a veces se ejerce sobre la capacidad esencial del significado de las palabras, atribuyéndoles otros caprichosos.”
En la fraseología popular podemos escuchar, con frecuencia, “por la boca muere el pez”. Por nuestra boca dejamos escapar más que indicios de lo que el pecho esconde. Y haciéndole caso de Cervantes, lo que salga de nuestra boca mejor suene llano, sin encumbramiento, “pues toda afectación es mala.” Y sobre todo cuidando que la palabra escogida no infunda error, pues es probable que se revuelva contra el entendimiento. O sea, nada de jugar con las palabras aunque sea tan diestramente como el sofista, porque el manoseo acaba por hacerla tan liviana que termina por no significar nada.
Jugar irrespetuosamente con el significado de las palabras -lo negro es blanco, lo blanco es negro-, parece cosa de villanos. Estas son las palabras volantonas, con alas, y puede ocurrir que se posen donde nosotros no queremos. El canario Pérez Galdós decía que “palabra y piedra suelta no tienen vuelta”. Sin duda, la palabra lanzada para golpear, puede herir más hondo que una espada.
En ocasiones, la palabra es como una fiera salvaje que hay que domesticar antes de darle suelta. Quizá, por eso son pocos los que consiguen fijar el sentido de las palabras que usan. Algunos maestros del engaño las usan para disfrazar u ocultar su pensamiento. Aunque el pensamiento así maltratado va quedando anulado, ahogado, de manera que, finalmente, no quede nada que ocultar. Esa retórica robotizada, de forma florida pero sin fondo, es como el canto de los pájaros, “que cantan sin saber lo que cantan: todo su entendimiento es su garganta” (Octavio Paz).
Decía el francés Jean Paulhan –especialista entre otras cosas en el lenguaje, no traducido al español- que si las palabras no hubiesen cambiado de sentido y los sentidos no hubiesen cambiado de palabra, todo habría sido dicho ya. Por eso, en ocasiones, la conversación con otra persona se parece a eso que se llama diálogo de besugos. Aunque no siempre estas situaciones son fruto involuntario de nuestros deseos, sino que es la expresión de un pensamiento profanado. Con lo anterior no quiero decir que sea fácil acertar que la palabra concebida y empleada en una determinada ocasión sea la conveniente. Cuando esto ocurre habría que decir que surgió la fórmula mágica.
En definitiva, la palabra es la gran herramienta de la lucha por el poder. Fue Gramsci el que le descubrió a todos estos encantadores pastores de rebaños de ciudadanía –palabra símbolo- que el camino más corto y más sutil para conquistar el poder político es el poder cultural. Por eso una de las cosas que mejor funcionan estos días en España es la acción concertada de intelectuales y artistas bienpagaos, llamados “orgánicos”, que muy eficazmente han conseguido infiltrarse en todo tipo de medios de comunicación, expresión e, incluso, universitarios.
Aristóteles, en su obra la Retórica, decía que para poder persuadir al escuchante, nuestro alegato podría recurrir a tres cosas: el logos, el ethos y el pathos. O dicho de otro modo, recurriendo a la palabra razonada, a la confianza y a las emociones.
Lo más simple que se puede decir de la palabra es que es un sonido o conjunto de sonidos articulados que expresan una idea (DRAE). Baste con reflexionar un poco sobre esta sobria definición para darnos cuenta del poder de la palabra. ¿Quién no se ha visto en la tesitura de redactar un telegrama o mensaje electrónico comprometido, para darse cuenta de la dificultad de encontrar la palabra adecuada? Con frecuencia descubrimos que el límite de nuestras ideas lo marcan nuestras palabras.
No hay nada que no se haya dicho ya sobre la palabra. Las palabras son símbolos de las cosas del mundo, por lo que a cada palabra le corresponde un significado. Cada vez que digo o utilizo una palabra pongo en juego tres cosas: su expresión, el concepto con el que la asocio, de significado constante, y la cosa a la que se refiere, que pueden ser muchas, aunque dentro de un ámbito referencial reconocible en la propiedad que comparten. O sea, el significado es la idea real que evocan las palabras. Recordado todo lo anterior, se comprende que Lewis Carroll dijera en cierta ocasión: “No hay mayor despotismo irrespetuoso, pretendidamente ilustrado, que el que a veces se ejerce sobre la capacidad esencial del significado de las palabras, atribuyéndoles otros caprichosos.”
En la fraseología popular podemos escuchar, con frecuencia, “por la boca muere el pez”. Por nuestra boca dejamos escapar más que indicios de lo que el pecho esconde. Y haciéndole caso de Cervantes, lo que salga de nuestra boca mejor suene llano, sin encumbramiento, “pues toda afectación es mala.” Y sobre todo cuidando que la palabra escogida no infunda error, pues es probable que se revuelva contra el entendimiento. O sea, nada de jugar con las palabras aunque sea tan diestramente como el sofista, porque el manoseo acaba por hacerla tan liviana que termina por no significar nada.
Jugar irrespetuosamente con el significado de las palabras -lo negro es blanco, lo blanco es negro-, parece cosa de villanos. Estas son las palabras volantonas, con alas, y puede ocurrir que se posen donde nosotros no queremos. El canario Pérez Galdós decía que “palabra y piedra suelta no tienen vuelta”. Sin duda, la palabra lanzada para golpear, puede herir más hondo que una espada.
En ocasiones, la palabra es como una fiera salvaje que hay que domesticar antes de darle suelta. Quizá, por eso son pocos los que consiguen fijar el sentido de las palabras que usan. Algunos maestros del engaño las usan para disfrazar u ocultar su pensamiento. Aunque el pensamiento así maltratado va quedando anulado, ahogado, de manera que, finalmente, no quede nada que ocultar. Esa retórica robotizada, de forma florida pero sin fondo, es como el canto de los pájaros, “que cantan sin saber lo que cantan: todo su entendimiento es su garganta” (Octavio Paz).
Decía el francés Jean Paulhan –especialista entre otras cosas en el lenguaje, no traducido al español- que si las palabras no hubiesen cambiado de sentido y los sentidos no hubiesen cambiado de palabra, todo habría sido dicho ya. Por eso, en ocasiones, la conversación con otra persona se parece a eso que se llama diálogo de besugos. Aunque no siempre estas situaciones son fruto involuntario de nuestros deseos, sino que es la expresión de un pensamiento profanado. Con lo anterior no quiero decir que sea fácil acertar que la palabra concebida y empleada en una determinada ocasión sea la conveniente. Cuando esto ocurre habría que decir que surgió la fórmula mágica.
En definitiva, la palabra es la gran herramienta de la lucha por el poder. Fue Gramsci el que le descubrió a todos estos encantadores pastores de rebaños de ciudadanía –palabra símbolo- que el camino más corto y más sutil para conquistar el poder político es el poder cultural. Por eso una de las cosas que mejor funcionan estos días en España es la acción concertada de intelectuales y artistas bienpagaos, llamados “orgánicos”, que muy eficazmente han conseguido infiltrarse en todo tipo de medios de comunicación, expresión e, incluso, universitarios.
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