Utopías y distopías
La novela de ficción de Orwell, 1984, es una distopía, es decir una anti utopía. Pero dicho esto, convendrá ahondar algo sobre esta cuestión.
No viene mal recordar lo que se suele entender, digamos filosóficamente, por utopía. Estado futuro feliz de la humanidad, en el que cada persona tiene satisfechas todas sus necesidades y existe un gobierno que provee de todo lo necesario. O bien, el gobierno ha desaparecido absolutamente, tras resultar innecesario. Las dos definiciones provienen de la obra del mismo nombre, Utopía, de Tomás Moro (Londres, 1478-1535), inspirado por el idealismo de La República de Platón. Conviene advertir que el término utopía viene del griego ou-topos, que podría traducirse por ningún lugar.
Ahora es más fácil aclarar lo que se entiende, pues, por distopía, que es lo contrario de utopía, o la anti utopía. Se refiere a una sociedad opresiva, cerrada sobre sí misma, generalmente bajo el control de un gobierno autoritario, pero que lo presenta a la ciudadanía, con la ayuda formidable de los medios de comunicación y del neolenguaje –de lo que hablaré en un próximo post- como si fuera una utopía. En nuestro tiempo podemos comprobar como para algunos intelectuales, políticos, creadores de opinión, ciudadanos intelectualmente indefensos, la palabra utopía parece tener poderes mágicos.
La época en la que transcurre la obra de ficción de Orwell, 1984, fue en la primera mitad del siglo XX. Presenta un futuro en el que una dictadura totalitaria interfiere en la vida privada de los ciudadanos. Es imposible escapar a su control. Londres está dominada por el partido único IngSoc, o sea la abreviatura de Partido Socialista Inglés (PSI). Es una de las mejores críticas que se ha hecho de toda dictadura mediante una novela de ficción, aunque la analogía con el comunismo estalinista es incuestionable.
Esta ficción cobra vigencia en algunas zonas del mundo de la sociedad actual, en las que el control sutil de la “ciudadanía”, no es necesariamente coercitivo, ya que la tecnología del siglo XXI se halla mucho más desarrollada que cuando Orwell escribió su novela, mejor diría, ensayo futurista de ciencia ficción, en 1949. Dijo todo lo que tenía que decir, que no fue poco. En enero del año siguiente fallece Orwell. Entonces yo tenía nueve años. Mi primera lectura de Nineteen eighty-four, fue en una edición de bolsillo de Penguins Books del año 1984. Entonces yo tenía 49 años.
Lo sorprendente es que pese al tiempo transcurrido, su crítica se conserva actual. Su influencia en la literatura, el cine y los programas de televisión es abrumadora. En España, uno de los programas con más audiencia, el Gran Hermano –espero que la SGAE le esté cobrando los correspondientes derechos de autor a TV5-, nos ofrece, no sabemos si intencionadamente o no, no una “basura”, como se suele catalogar a este tipo de programas procaces, sino un develamiento de cómo es una parte, no menor, pero en expansión, de nuestra sociedad en la primera década del siglo XXI.
No estoy interesado en hacer una análisis crítico literario de la novela de Orwell, para lo que, por otra parte, no me considero competente. Y menos aún, hacer un análisis psicosociológico de la biografía de Orwell. Lo que pretendo es rastrear, detectar el léxico y la sintaxis más característica, los arquetipos, de las expresiones que Orwell pone en boca del Partido Único, el IngSoc, el Gran Hermano, en definitiva. Las grandes trampas dialécticas, claves para la manipulación de la “ciudadanía”. Ahí está, el gran mensaje de Orwell que en esta ocasión me interesa conocer. Pongo un ejemplo como muestra de la expresión máxima de la manipulación informativa, La guerra es la paz.
Aquellas obras teóricas, La República de Platón o la Utopía de Moro, que pretendían ser antorcha y guía para gobernantes bien intencionados, con el paso del tiempo se desarrollan y matizan y entran en la pendiente de ensayar la aplicación del pensamiento utópico en organizaciones políticas y experimentar con los ciudadanos de carne y hueso. En la fase inicial todo el mundo suele citar las Reducciones jesuíticas del Paraguay –se inician en 1610-, o los efímeros Falansterios de Charles Fourier, de los socialistas utópicos franceses.
Pero me alejaría de mi objetivo si por el camino me entretengo en recopilar toda la abundante literatura utópica. El hecho es que, que de una manera u otra, esta literatura ha ido reflejando la evolución de nuestra sociedad occidental tras la revolución industrial y liberal, de tal modo que las utopías literarias se han ido separando de la teoría política. En general la mayoría de los ensayos fantásticos de la literatura utópica se suele mostrar benévola con el futuro de la humanidad. Otra cosa distinta son los resultados dramáticos de la teoría política de la utopía en su andadura independiente de la ficción literaria.
Pero si hubiera que marcar un punto de no retorno en el ensayo de la utopía en el campo de la teoría política, posiblemente sea inevitable referirse a Hobbes y su Leviatán (1651). Es el gran teórico del concepto de poder. Para Hobbes, si se conjuga adecuadamente la ambición, en ocasiones, desmedida del ser humano, es posible llevar a cabo la utopía política.
Y aunque sea dando saltos en el tiempo, son significativos dos hechos reales que precipitan las acciones humanas hacia ensayos utópicos. Por una parte la Primera Guerra Mundial, del 1914 al 1918, primera catástrofe global, y por otra la Revolución Soviética de 1917 que se propone demostrar, cueste lo que cueste, que es posible construir un mundo utópico. Esta es una advertencia grave, donde la realidad supera con mucho a la ficción literaria, advirtiendo de lo peligroso que puede llegar a ser el futuro si el poder cae en unas manos dispuestas a cercenar los derechos del individuo y a manipular su percepción de la realidad, hasta el punto de que, aun padeciendo una terrible distopía, se crea que está en el mejor de los mundos utópicos.