La identidad no es un atributo categórico. Es más bien una encrucijada donde convergen y se cruzan multitud de elementos del pasado y del presente, propios y ajenos. Tiene más que ver con la coyuntura y con hechos históricos determinados. Por lo mismo, le afecta la evolución, el cambio y se transforma en función de la mutación de los múltiples factores que la disponen. En realidad, todas las culturas son compuestas y beben de múltiples fuentes. La pretensión de inmanencia que supone la noción de identidad manejada por los nacionalistas excluyentes, encubre el empeño de rechazar la diversidad frente a la homogeneidad. En el fondo, constituye un claro proceso de dominio de una comunidad por otra.
La visión de que la identidad es una herencia que los grupos étnicos o religiosos reciben de sus ancestros, y que deben preservarla tal como fue creada, además de ser un mito significa no entender el sentido de la evolución. En realidad no es una gracia divina o natural, es un acto político que forma parte de un proyecto colectivo guiado por una decisión estratégica. Pero como la propia Historia nos demuestra, se elabora hoy y morirá mañana, como acontece con cualquier fenómeno histórico. Por tanto, es vulnerable e inestable como lo son todas las entidades que emanan de una coyuntura.
La identidad, utilizada con la misión de ser muro separador, es una forma -sutil o burda, según los estilos-- de auto definirse en relación con los demás. Normalmente se utiliza para hacer la representación de un pueblo superior bajo la bota de un pueblo inferior -victimismo--, a los que se le denomina bajo nombres de significado peyorativo, tales como charnegos o maketos. La dinámica de esta nueva identidad que elaboran los nacionalistas excluyentes les lleva a una hiper revalorización de la lengua y del patrimonio cultural. Se llega al extremo de auto proclamarse nación y negársela al vecino. Rechazan la existencia de una comunidad nacional por el hecho de que esté constituida por multiplicidad de etnias -contaminada, dirían. Bajo este enfoque ¿sería lícito negar que los Estados Unidos constituyen una comunidad nacional?
El deseo de identidad étnica sólo se manifiesta y se convierte en dominante en las formaciones sociopolíticas donde el Estado se debilita y parece perder su carácter nacional, es decir universal. Tengo todos los titubeos del mundo en cuanto si el invento de las Autonomías, intencionadamente instaurado sin techo competencial, hecho a la medida coyuntural para dar satisfacción a los nacionalistas, ha sido la causa que nos ha traído un extraño proyecto de Estado "plurinacional". Los expertos en Derecho Constitucional, no sectarios, afirman que el Estado de las Autonomías, tal como está todavía --se dice pomposamente: "el Estado más descentralizado del mundo"-- es lo más parecido a un Estado Federal, aunque con algunas inconveniencias técnicas relativas a la falta de demarcaciones y al equilibrio necesario entre descentralización y centralización. Pero cualquiera que no se deje engañar por el alambicado y leguleyo lenguaje de los "planes para un nuevo modelo de relación con el Estado Central", sabe que lo que buscan los nacionalistas es la regresión a una Confederación de Estados Soberanos. Es como si Estados Unidos, que alcanzó su Constitución Federal en 1788, diera marcha atrás y ahora pactara la Confederación de 1776. Surrealismo puro.
Los nacionalismos excluyentes de ahora construyen su edificio mítico sobre la identidad, a la que le asignan una calidad intrínseca "inalienable e inalterable". Estos nacionalismos, además de cimentar actos reaccionarios contra la modernidad, asignan a la identidad una condición mágica, cuando no sagrada. En ese sentido, los nuevos ismos son una vuelta de tuerca más del nacionalismo. Por ejemplo, el catalanismo, que pretende presentarse como una recuperación de la identidad y de la autenticidad, "entorpecida desde hace siglos por la alienación política y cultural ejercida por el opresor castellano", poniendo como fecha símbolo la ya citada de 1714.
El nacionalismo, lo que pretende es que el poder político lo acapare todo -especialmente la Religión y la Enseñanza- y de este modo reforzar su actuación y atajar toda eventualidad. Se trata, en gran parte, de un nacionalismo dirigido por élites que defienden el espacio de su soberanía en competición con las élites adversas y concurrentes del "país opresor". Construyen cortafuegos de protección a base de levantar muros de ignorancia de todo lo relativo al vecino, al que se silencia en sus libros de historia y geografía. Los escolares de los nacionalismos excluyentes pasan por centros de mentalización tipo ikastolas o madrazas -la de los islamistas donde a los estudiantes o taliban se les obliga a ignorar todo lo demás. Es un sistema de lavado perfecto y de conocimientos sectarios. Con esa educación cercenada, en el futuro serán un grupo interesado en la defensa de la nación excluyente, pues sólo así encontrarán aceptación entre los suyos. Por su actitud, los nacionalistas excluyentes son partidarios de aplicar sus doctrinas de forma inflexible y a veces intangible. Los individuos no cuentan, sino el pueblo que es el que tiene los derechos. La nación elevada a la categoría de divinidad y dotada de derechos provenientes de orígenes perdidos en la noche de los tiempos, permite la autorrealización de la esencia de la tribu.
El método dialéctico más frecuentemente utilizado por los defensores del nacionalismo excluyente es el de escudarse en el burladero de que también existe un nacionalismo español, al que, por supuesto, se le niega su derecho y legitimidad. Recordemos el aserto contundente del honorable Pujol: "España no es una nación". Ciertamente, el error más grave que comenten en este debate es el de equiparar ambos nacionalismos. Dialécticamente parten del principio de que si los dos son la misma cosa, ellos también tienen derecho a "reclamar su sitio". ¡Que simpleza! Como defensa, es un error negar la existencia del nacionalismo español. Naturalmente que existe un nacionalismo español desde hace siglos. Pero existen importantes diferencias entre un nacionalismo cívico y constitucionalista, como los que ya se conocieron al principio del siglo XIX, como el que representa la Constitución de Estados Unidos o nuestra Constitución de 1978, y los nacionalismos actuales que propugnan en sus "planes" y propuestas del tipo catalán o vasco, que, como dice García de Cortazar, son "nacionalismos comunitaristas, basados en formas de integración social y, consiguientemente, de exclusión del "otro" que contradicen los fundamentos clásicos de la sociedad liberal y moderna".
Ya hace tiempo que el debate sobre nación y sociedad está suficientemente expuesto, aunque una y otra vez la enorme retórica desplegada estos años no hace más que confundir y desinformar, con el objetivo de camuflar la operación de regresión a la tribu, a los entes, a los pueblos, ignorando al individuo. Ninguna constitución verdaderamente moderna, de raíz democrática y respetuosa con los derechos humanos deja de tener como centro de gravedad a los individuos. La nación no puede concebirse como un fin en sí misma, sino como el medio adecuado en el que los individuos pueden desarrollarse y realizarse libremente, en la medida que la nación es garante de las libertades de todos.
Pero lo peor de todo es que, frente a estos nacionalismos reaccionarios y ultra conservadores, encontramos ciertos sectores de la sociedad, principalmente la llamada progresista o de izquierda, que les conceden un plus de legitimidad bajo eslóganes tan impúdicos como el de la pluralidad y el derecho de autodeterminación de los pueblos. El resultado perverso de esta situación es la impunidad política de la que gozan, con el apoyo y la comprensión de importantes medios de comunicación, de los "intelectuales abajo-firmantes" y demás plataformas para todo.
De este proceso de sublimación de los nacionalismos surgen los ismos filosóficos con los que se alimentan los radicalismos, como el islamismo lo es del Islam. Estas vueltas de tuerca que representan los ismos, llevan a una fractura del proceso de la verdadera modernización de la sociedad. Es la manifestación de una crisis. Es curioso como los nacionalismos vasco y catalán, cuya fuente espiritual proviene de Arana y Prat de la Riba, se auto definieron como informados por el catolicismo, lo que les confiere una importante fisonomía de divinidad. En su caso, su nuevo Dios es la Patria. A pesar del tiempo transcurrido, en la actualidad se comprueba el fuerte conservadurismo de las viejas ideas. Crisis que reviste, en todas las sociedades periféricas y provincianas, un carácter devastador, y que toma en las sociedades nacionalistas una forma ideológica elocuente.
¿Son estos ismos nacionalistas una reacción ideológica a un fracaso histórico, explicable políticamente? La experiencia histórica demuestra que estos movimientos reivindicativos lo que hacen es preparar el terreno al nacionalismo excluyente y a veces violento. Aunque luego pretenden legitimarse bajo la careta de la lucha por la libertad o "contra los efectos devastadores de la globalización que borra los signos de identidad". Se auto proclaman "defensores de pueblos" imponiendo a los individuos -que pierden su rostro y ojos bajo el manto del pueblo- su modelo de nación-estado, siempre de arriba abajo. Su retórica es embriagadora al presentarse como la identidad de los que no la tienen -naciones sin estado-, la de los grupos e individuos desclasados, disociados de todo. Es la ideología de la falsa modernidad, a contracorriente, en la cual el excluido pretende rehabilitarse mediante la exclusión del excluyente.
Estos movimientos de vuelta de tuerca retoman sobre sus hombros todas las reivindicaciones insatisfechas en los períodos precedentes. Por ejemplo, el catalanismo desde 1714 hasta el fin de la Guerra Civil y recupera, dentro de un voluntarismo extremo, consignas, técnicas de acción y métodos de trabajo de los antiguos movimientos revolucionarios. Para ello, pretenden ser, de entrada, una solemne negación del orden establecido en todos sus aspectos. En su discurso, y en su práctica, no desaprovechan cualquier oportunidad para deslegitimar los poderes establecidos que gobiernan legítimamente.
En una situación marcada por el agravamiento de la crisis de modernidad que vivimos, esta política no tiene más que efectos negativos. Los movimientos nacionalistas siguen la estrategia de afirmarse cada vez más como la única fuerza de oposición a los poderes corrompidos de los españolistas opresores, y de esta forma recogerán los frutos deseados, aumentando simultáneamente en influencia y medios de acción. En las distintas formas que adopten como organizaciones políticas, pueden discrepar por la forma pero no por el fondo. CIU le reprocha a ERC lo inoportuno de las formas del pacto con ETA, o se enfadan porque los hayan desplazado del sillón del poder con ayuda de un partido que obedece ordenes de "los de Madrid".
Y finalmente, los nacionalismos de nuestra época representan la gran paradoja de la sociedad de la comunicación y la globalización. Constituyen una crisis de modernidad. Desgraciadamente el nacionalismo no es la única manifestación de esta crisis. Sólo es la expresión de una de las numerosas obstrucciones apreciables, por otra parte, en todos los campos: político, social, económico y cultural, en muchas partes del mundo, como una paradoja dramática entre mundialización y tribu. En este sentido, esta crisis, aunque sea específica de las sociedades periféricas, no es exclusiva. Constituye uno de los aspectos fundamentales de una crisis mundial.