La palabra razonada: logos
Aristóteles, en su obra la Retórica, decía que para poder persuadir al escuchante, nuestro alegato podría recurrir a tres cosas: el logos, el ethos y el pathos. O dicho de otro modo, recurriendo a la palabra razonada, a la confianza y a las emociones.
Lo más simple que se puede decir de la palabra es que es un sonido o conjunto de sonidos articulados que expresan una idea (DRAE). Baste con reflexionar un poco sobre esta sobria definición para darnos cuenta del poder de la palabra. ¿Quién no se ha visto en la tesitura de redactar un telegrama o mensaje electrónico comprometido, para darse cuenta de la dificultad de encontrar la palabra adecuada? Con frecuencia descubrimos que el límite de nuestras ideas lo marcan nuestras palabras.
No hay nada que no se haya dicho ya sobre la palabra. Las palabras son símbolos de las cosas del mundo, por lo que a cada palabra le corresponde un significado. Cada vez que digo o utilizo una palabra pongo en juego tres cosas: su expresión, el concepto con el que la asocio, de significado constante, y la cosa a la que se refiere, que pueden ser muchas, aunque dentro de un ámbito referencial reconocible en la propiedad que comparten. O sea, el significado es la idea real que evocan las palabras. Recordado todo lo anterior, se comprende que Lewis Carroll dijera en cierta ocasión: “No hay mayor despotismo irrespetuoso, pretendidamente ilustrado, que el que a veces se ejerce sobre la capacidad esencial del significado de las palabras, atribuyéndoles otros caprichosos.”
En la fraseología popular podemos escuchar, con frecuencia, “por la boca muere el pez”. Por nuestra boca dejamos escapar más que indicios de lo que el pecho esconde. Y haciéndole caso de Cervantes, lo que salga de nuestra boca mejor suene llano, sin encumbramiento, “pues toda afectación es mala.” Y sobre todo cuidando que la palabra escogida no infunda error, pues es probable que se revuelva contra el entendimiento. O sea, nada de jugar con las palabras aunque sea tan diestramente como el sofista, porque el manoseo acaba por hacerla tan liviana que termina por no significar nada.
Jugar irrespetuosamente con el significado de las palabras -lo negro es blanco, lo blanco es negro-, parece cosa de villanos. Estas son las palabras volantonas, con alas, y puede ocurrir que se posen donde nosotros no queremos. El canario Pérez Galdós decía que “palabra y piedra suelta no tienen vuelta”. Sin duda, la palabra lanzada para golpear, puede herir más hondo que una espada.
En ocasiones, la palabra es como una fiera salvaje que hay que domesticar antes de darle suelta. Quizá, por eso son pocos los que consiguen fijar el sentido de las palabras que usan. Algunos maestros del engaño las usan para disfrazar u ocultar su pensamiento. Aunque el pensamiento así maltratado va quedando anulado, ahogado, de manera que, finalmente, no quede nada que ocultar. Esa retórica robotizada, de forma florida pero sin fondo, es como el canto de los pájaros, “que cantan sin saber lo que cantan: todo su entendimiento es su garganta” (Octavio Paz).
Decía el francés Jean Paulhan –especialista entre otras cosas en el lenguaje, no traducido al español- que si las palabras no hubiesen cambiado de sentido y los sentidos no hubiesen cambiado de palabra, todo habría sido dicho ya. Por eso, en ocasiones, la conversación con otra persona se parece a eso que se llama diálogo de besugos. Aunque no siempre estas situaciones son fruto involuntario de nuestros deseos, sino que es la expresión de un pensamiento profanado. Con lo anterior no quiero decir que sea fácil acertar que la palabra concebida y empleada en una determinada ocasión sea la conveniente. Cuando esto ocurre habría que decir que surgió la fórmula mágica.
En definitiva, la palabra es la gran herramienta de la lucha por el poder. Fue Gramsci el que le descubrió a todos estos encantadores pastores de rebaños de ciudadanía –palabra símbolo- que el camino más corto y más sutil para conquistar el poder político es el poder cultural. Por eso una de las cosas que mejor funcionan estos días en España es la acción concertada de intelectuales y artistas bienpagaos, llamados “orgánicos”, que muy eficazmente han conseguido infiltrarse en todo tipo de medios de comunicación, expresión e, incluso, universitarios.
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