Como es sabido, nuestro sistema electoral quiere evitar el bipartidismo que generan las mayorías absolutas, que están, aparentemente, demonizadas, favoreciendo, por tanto, la existencia de las llamadas minorías, que están consagradas. Sin embargo, este sistema tiene el inconveniente de que incita al chalaneo político, en la medida que, con mucha frecuencia, en determinados ayuntamientos, comunidades, no gobierna el grupo más votado, sino incluso, como es fácilmente comprobable, el menos votado, gracias a los acuerdos por "consenso" entre minorías de ideologías heterogéneas o incluso contradictorias. Resulta paradójico que se consideren negativas las mayorías generadas directamente por las urnas, en torno a un mensaje determinado, pera luego, mediante un pacto "consensuado", se le da una larga cambiada a la voluntad de los ciudadanos, y se fabrica otra mayoría absoluta artificial. Estas situaciones se justifican por los políticos con frases recónditas: "se ha descifrado la voluntad de los ciudadanos". La maravilla dialéctica del lenguaje político. Creo que no hace falta que cite ejemplos. Al final, las protegidas minorías, se "consensúan" -mejor dicho se coligan-- con el mejor postor, independientemente de la ideología, convirtiéndose en apéndices instrumentales de efectivas mayorías. No podemos confundirnos; una cosa es proteger los derechos de las minorías y otra incitarlas a convertirse en aparatos de negocio político para el poder.
Ante estas situaciones, hay que caer en la cuenta de que la cuestión no es si el consenso es más deseable o tiene un valor moral superior en todos los casos. Lo verdaderamente importante es reparar si las maneras utilizadas para alcanzarlo van en contra de los procedimientos, originando una perversión de la esencia de la democracia, como lo es que, mediante alambicados vericuetos, se termine aplicando el programa menos votado por los ciudadanos. Ante la frustración que produce encontrase frente hechos consumados de este tipo, uno se pregunta: ¿de qué me ha servido llevar a cabo el esfuerzo de enterarme de los programas de los partidos contendientes como paso responsable para intervenir en el ritual de las urnas, paradigma de la democracia? En consonancia con todo lo anterior y bajo la coacción sicológica de lo políticamente correcto, está consagrado que el que gobierne debe consensuar todas y cada una de sus decisiones, so pena de ser acusado de prepotente y de aplicar el rodillo. A pesar de que han sido los ciudadanos lo que le han otorgado el poder necesario.
Si tenemos en cuenta la definición del DRAE citada al comienzo, estaremos de acuerdo que, con frecuencia, esos "consensos" alcanzados para desbancar al más votado se han hecho en contra de uno -tampoco hace falta citarlo-. Por tanto, ya no se trata de un acuerdo de todos, rasgo distintivo del consenso. A este tipo de acuerdos podríamos llamarlo coalición, alianza, liga, pacto, etc. Por tanto, la aplicación del término consenso, en muchas ocasiones, no corresponde a los hechos con los que se le quiere identificar.
Es el disenso el que permite crear teoría crítica, necesaria para la filosofía y las ciencias sociales. Los expertos dicen que la mediocridad de estas ciencias en nuestros días, es debida a la incapacidad de pensar críticamente. Esta es la razón por la que es dominante el clima de que estar fuera del consenso es poco menos que antidemocrático. Una especie de trampa dialéctica del estilo de la del "pensamiento único", que tiene su origen en el artículo que Ignacio Ramonet publicó en Le monde Diplomatique en 1995. Es la percha donde multitud de teóricos seguidores anti, de todo pelaje, van colgando sus ataques al libre mercado, a la globalización, al FMI, al OCM, etc. En ese ambiente, hace falta valor para decir algo políticamente incorrecto. Por eso hay tanta gente que cae, sin resistencia, en las garras de la opinión publicada. Estamos en la edad de oro de las tertulias, de los periodistas sectarios, militantes de cuerda, que se auto intitulan formadores de la opinión ciudadana.
La teoría, pero sobre todo la vida cotidiana, nos dice que la democracia no es una regla racional, sino más bien una forma de vida y, por tanto, se puede vivir de muchas maneras. Entre estas maneras, la apelación al consenso resulta obsesiva y, por exageración, adulteradora, en detrimento del disenso, asociado torpemente a la idea de conflicto, cuando en democracia tiene una importancia central. Sin otra alternativa, conflicto y antagonismo se presentan erróneamente encadenados. En lugar de antagonismo, lo propio sería el agonismo, es decir enfrentamiento entre adversarios, más compatible con el verdadero pluralismo, las contradicciones y hasta con la inquietante multiculturalidad. Pero hay que decirlono sin complejos, no todas las culturas son aceptables en el siglo XXI, por ejemplo la ablación, el canibalismo, la esclavitud, los regímenes medievales, etc. En resumen, enemigos son aquellos que se colocan fuera de las reglas democráticas, los violentos con causa o sin ella, los que no respetan los derechos humanos y, especialmente en los últimos años, los terroristas domésticos y los globalizados islamistas.
No es cierto que la democracia sólo sea posible en una sociedad homogénea, sino que cada vez queda más patente que también lo es en la diversidad. Y lo más manifiesto de la diversidad es la cultura. Creo que Huntington, con su Choque de civilizaciones, tiene razón cuando dice que cada vez más es la cultura, y no la ideología, la que divide a los grupos sociales del mundo globalizado.
Cultura es otra palabra que, como consenso y diálogo, está machacada por el manoseo. Aparece hasta en la sopa: no solo cultura catalana o vasca, sino también del ajo, del aceite de oliva, etc. Cultura para todo, incluso para la construcción de seudo partidos políticos: Plataformas para todo. Y qué decir de la ecología y todos sus subproductos verdes. Y uno se pregunta: ¿existe la cultura española, la europea, la occidental? Esto tiene que ver con lo que recientemente nos contaba Jiménez Lozano ("Los comedores de higos", ABC 4/04/2004) a propósito del fin del Imperio Romano. Cuando Alarico llegó a las puertas de Roma, encontró que estaba llena de pacíficos ciudadanos, de sofisticada vida de alta calidad que, en el fondo, soñaban con la maravilla de ser bárbaros, por aburrimiento. La cosa no fue complicada. Luego vino el largo y sombrío Medievo.
Resumiendo, lo constitutivo de lo político es disentir, por eso cuando se trata de eliminarlo para favorecer el consenso, se va camino de los totalitarismos. Las Instituciones y la Ley están para hacerle la vida posible al conflicto. En ese marco aprendemos a distinguir la diferencia de grado que existe entre disenso y conflicto. Cuando se ha intentado eliminar los conflictos mediante la creación de ciertas verdades universales y razones "científicas" de la política y la sociedad, estamos ante las utopías poéticas que terminan en totalitarismos. Obviamente, no quiero decir que no haya que intentar eliminar ciertos conflictos concretos, aunque en el marco de las instituciones y con los métodos apropiados. Naturalmente las reglas que dirimen la confrontación sí han tenido que ser consensuadas previamente, en situaciones excepcionales. Pero lo que no es aceptable es que dichas reglas haya que inventarlas o convenirlas cada vez que aparezca el conflicto. Eso es como hacerse trampas con un solitario o, peor, encender la mecha.
Y para terminar, disidencia y responsabilidad, son como las dos caras de la misma moneda. Caben diferentes formas de tratar la responsabilidad, pero en el contexto de esta reflexión estaría mas cerca del derecho y la educación ciudadana. En ese caso, apelar a la responsabilidad sería esperar que cada sujeto activo de derecho -políticos, tertulianos, periodistas, plataformas espontáneas y, como no, incluso clubes de fútbol, etc.- reconozca y acepte las consecuencias de sus actos realizados libremente. Todos deberíamos tener asumido un mínimo concepto de sociedad y del "otro", de modo que se comprenda que no se puedo hacer lo que uno quiera con la sociedad y con los "otros". Sería bueno rescatar, a efectos educativos, aquellos manuales de hace un par de siglos sobre las reglas de urbanidad del ciudadano. Hay que intentar convencer a los consensualistas sistemáticos, como nos enseñan los genuinos filósofos, que pensar es disentir. No es verdad que consensuar sea necesariamente pensar.
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