sábado, 7 de abril de 2007

La apelación abusiva del consenso, estrategia tramposa

El concepto de consenso es controvertido. Dice el diccionario de la lengua que consenso es el acuerdo producido por consentimiento entre todos los miembros de un grupo. Recurrir al latín, lengua de origen de la palabra consenso -sentio sentire sensum, sentir lo mismo respecto a algo- le da un aire culto que lo hace más atractivo: Consensus facit legem: El consentimiento constituye la ley. De aquí derivamos consensuar, un barbarismo que, en realidad, quiere decir consentir, que es lo que se hace cuando se consensúa. Existe un tiempo excepcional para el consenso real. Sus partidarios dicen que las acciones colectivas deben ser asumidas bajo la responsabilidad solidaria, bajo el supuesto de que existe una comunidad ideal de comunicación entre los que pretenden consensuar una decisión. Esto significa que tienen que existir, previamente, unas reglas que garanticen los mismos derechos a todos los partícipes. Es decir, el consenso verdaderamente necesario es el procedimental, convenir sobre las reglas de juego, como dice Sartori: "decidir como decidir". De no ser así la sociedad estaría demasiado expuesta cuando surjan conflictos.

Frente a los que son partidarios del consenso están los que disienten. En la génesis de la legitimidad democrática que puede proporcionar el consenso, existe siempre un disenso. Por tanto, si el punto de partida de un régimen democrático ha sido el consenso no impuesto desde arriba (legitimidad de origen), es inevitable garantizar la posibilidad de ejercer el disenso que tiene que ver con la legalidad del ejercicio del poder. En resumen, tenemos, legitimidad de origen y legalidad de ejercicio del poder. Y sólo allí donde el disenso es libre de manifestarse, el consenso es real.

Para que el consenso se promueva, necesita que existan unos valores de fondo que constituyen lo que se conoce como sistema de creencias participados, lo que significa contar con una cultura política homogénea. En general, los especialistas están de acuerdo en que la cultura política está por encima de las ideologías. Lo deseable, pues, es que el consenso adoptado responda a principios básicos de la moralidad política, como fue el caso de consenso fáctico de los constituyentes que establecieron, por unanimidad, el conjunto de derechos de la Constitución española, en unas circunstancias excepcionales conocidas como Transición Española. La Constitución española de 1978 es la formalización consensuada de un disenso significativo en cuanto a la forma de organizar la convivencia después de la desaparición de Francisco Franco. De esta forma se sentaron las bases de la estructura jurídico política de nuestro Estado de derecho.

Pero como se verá a lo largo del texto que sigue, no siempre este instrumento excepcional para situaciones excepcionales, está apropiadamente utilizado. En demasiadas ocasiones se aprecia que su apelación abusiva en realidad es una mera estrategia tramposa usada por los que menos poder tienen. Poder que, no debemos olvidar, lo otorgan los ciudadanos. Lo dramático es que si no se está dispuesto a pelear por lo propio, el único recurso es consentir, o consensuar una detrás de otra, bajo la presión sicológica de lo políticamente correcto -el calzador invisible. Lo malo es que, demasiadas veces, los consentidores son siempre los mismos y el consentido, uno, también. Hay que estar atento a la jugada.

En los últimos años la palabra consenso está saliendo con una frecuencia angustiosa. Se ha convertido en una palabra comodín, de forma que, la mayoría de las veces, no encaja en el contexto donde aparece. Este manoseo está haciendo que resulte irreconocible su significado original. Lo mismo sirve para deslucir al oponente que para legitimar, quiméricamente, determinados pactos políticos. La otra palabra que inseparablemente forma pareja de hecho con consenso, es diálogo. Dada las grandes cualidades de seducción que la palabra consenso tiene en el lenguaje político, el fenómeno de su uso y abuso no es nuevo. El hecho es que, en realidad, es un eufemismo o ficción que resulta muy cómodo. Puede servir para cualquier situación contingente -ocasional, no válida para todo lugar y tiempo, ni para cuestiones necesarias. Quiero decir, que no se consensúa la existencia de Madrid o la velocidad de la luz. Los juicios concluyentes no se consensúan porque son fruto del conocimiento. Ante estos, la razón se somete. En cambio, sí se consensúa lo opinable, por ejemplo quienes presidirán el Senado y el Congreso -con el disenso de uno ya no sería consenso-. En este caso la razón no juega. Además, se ha interpuesto un pacto firmado con lo que mejor hablamos de pacto de apoyo.

La palabra consenso, en sí, no es ni buena ni mala. Lo nocivo está en que se la ha mitificado como la ideal para cualquier situación social. Su aplicación exagerada, donde no ajusta, puede ser comprometida. Los actos de consenso, como se ha señalado más arriba, tienen muy baja categoría racional. Por ejemplo, en la historia se han consensuado algunas veces cosas terribles, como es la esclavitud. Otra cuestión a tener en cuenta es que los asuntos sobre los que se convienen los consensos no son necesariamente la verdad, sino la coincidencia que, en ocasiones, puede tener que ver con lo perverso o con lo injusto. Quiero decir que, en política, con ayuda de un adecuado lenguaje -maquillaje- todo puede ser pactado, consensuado. ¿O es qué cualquier cosa, por el hecho de ser consensuada, es objetivamente cierta? Además, los consensos son actos de carácter voluntario, independientemente de cualquier teoría; por tanto, lo mismo que se han concertado también se pueden anular. Es decir, son inestables.


Se ha dicho que la democracia es el sistema menos malo. Evidentemente, es conflictiva. De ahí el afán por el consenso como recurso que facilita la ansiada homogeneidad. Aunque, curiosamente, la homogeneidad es la aspiración máxima de los sistemas totalitarios, no de las democracias. Como casi siempre habrá alguien que disienta, el conflicto es inevitable. Para resolver el conflicto existen las instituciones democráticas, los principios democráticos, el ordenamiento jurídico. O sea, las reglas del juego democrático. En definitiva, el disenso es parte integral de la democracia. Lo que no significa que no se pueda aspirar al consenso, pero teniendo en cuenta que la unanimidad es difícilmente alcanzable, y que, incluso, puede resultar nociva. Estratégicamente hablando, el consenso fáctico es resultado de una racionalidad estratégica diseñada para ganar, pero que, aplicado de manera sistemática, puede conducir a los más aberrantes resultados.

Muguerza, que se le considera como uno de los teóricos que más saben, en España, sobre el disenso dice: "la propuesta de los consensualistas incurre en cierto angelismo, porque tal comunidad de comunicación es similar a la que propone la teología sobre la comunidad de los santos. En realidad tal nivel de comunicación, y consecuentemente consenso, es impracticable."
Si se rastrea por Internet, una de las cosas que saltan a la vista es ver como la mayoría de los sitios que abogan por el consenso proceden de los ámbitos nacionalistas. Necesitan de la homogeneidad. Su dialéctica es que si disientes estás creando "confrontación y enfrentamiento en la sociedad". Como siempre, la palabra diálogo, por principio de naturaleza positiva -como la paz, la salud, el bienestar, la bondad, la concordia, hablando se entiende la gente, etc., aparece apoyando dialécticamente al consenso, con su gran fuerza inductora.